Ante las heridas que se abren en el cuerpo
de la humanidad, seamos bálsamo que se haga presente
donde las carnes sangran y los corazones odian y ya no aman.
¡Misericordia, Señor!
Frente a las mentes frías y calculadoras
que todo lo pervierten, que denunciemos,
por activa y por pasiva, que sólo el amor
transforma y ofrece bienestar al que lo busca.
¡Misericordia, Señor!
Que, ante los afanes que nos interpelan
e interrogan, seamos capaces de no perdernos
en el ruido y caminar hacia la fuente
de la misericordia infinita que eres Tú.
¡Misericordia, Señor!
Para rompernos y repartirnos y regalar
lo que otros no tienen:
alegría ante el lodo de la tristeza,
fuerza ante la fiebre de la debilidad,
ilusión ante el desencanto de una vida fácil,
perseverancia ante una fe inconstante, raquítica y perezosa.
¡Misericordia, Señor!
Que el enfermo vea en nosotros medicina
y el hambriento un trozo de pan en nuestras manos.
Que para el sediento seamos agua fresca
y el que busque cobijo encuentre en nuestra casa, su casa.
Que el desnudo se revista de nuestro vestido
y el encarcelado en mil cárceles del mundo,
encuentre en nosotros la llave de su libertad
y el paraíso definitivo, por nuestra oración, el que ya murió.
¡Misericordia, Señor!
En la ignorancia, seamos palabra oportuna.
En la indefinición, consejo que ilumine.
En la equivocación, corrección cierta y clara.
En la ofensa, perdón aunque cueste y hiera.
En la tristeza, una sonrisa del que irradia felicidad.
En los defectos del prójimo paciencia
que todo lo alcanza y con los que viven o han muerto,
la oración que todo lo puede.
Como Tú, Señor, siempre misericordia.
P. Javier Leoz